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PAUL AUSTER



Mr. Vértigo

 

 

 

 

 

 

Paul Auster nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad de Columbia. Tras un breve período como marino en un petrolero, vivió tres años en Francia, donde trabajó como traduc­tor, «negro» literario y cuidador de una finca; des­de 1974 reside en Nueva York. Es el autor de la llamada «Trilogía de Nueva York» (Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), y publicado en Anagrama, El país de las últimas cosas, La invención de la soledad, El Palacio de la Luna y La música del azar, Leviatán, El cuaderno rojo y Mr. Vértigo.

El Palacio de la Luna, publicada en esta colec­ción, le valió la consagración internacional. Así, en la revista Lire, fue elegido como el mejor libro editado en Francia en 1990, calificándose a su autor de «mitad Chandler, mitad Beckett». La crítica española la saludó también de forma entu­siasta: «Una de las novelas más complejas, ele­gantes, refinadas e inteligentes de los últimos años» (Sergio Villa-San-Juan, La Vanguardia); «Tiene la magia exacta de los mitos que nos valen para vivir... Pertenece al club de las novelas que desearíamos no terminar de leer nunca» (Justo Navarro). Con La música del azar, Leviatán (premio Médicis a la mejor novela extranjera publicada en Francia) y Mr. Vértigo Paul Auster ha confirmado su gran calidad de escritor.

 

 

 

 

El deseo de volar. Un huérfano de nueve años. La ciudad de Saint Louis. Los años veinte. Un judío de origen húngaro, mitad místico, mitad prestidigitador. Una granja perdida en las praderas de Kansas. Ritos iniciáticos. Una anciana india que trabajó en el espectáculo de Buffalo Bill. Un joven etíope. El Ku Klux Klan. Las ferias, los circos. El despertar de la sexualidad. La Depresión. Hollywood. Los gángsters de Chicago. Un jugador de béisbol en decadencia. La Segunda Guerra Mundial. El fin de la pubertad… Y un anciano que recuerda.

Ésta es la historia de Walt, el niño al que el Maestro Yehudi enseñó a levitar y a volar. La historia de un adolescente que se convierte en adulto y pierde la magia. La historia de un hombre que trata desesperadamente de reencontrar el sentido de su existencia. La historia de un país. Estados Unidos, desde los «felices años veinte» hasta la dura posguerra. Una vez más Paul Auster, dueño de una prosa admirable y de una poderosa imaginación, logra atrapar y fascinar al lector, con una novela que toma como punto de partida uno de los más ancestrales sueños del ser humano: el deseo de volar.

«Inquietante, sorprendente y emocionante» (J. Melmoth, The Sunday Times).

«Auster sabe dotar de cuerpo, solidez y emoción a aquello que narra. Y lo que narra, como siempre, es en el sentido estricto de la palabra sumamente singular. Es decir, a un tiempo extraño y único. Al diablo con los abominables mensajes y las moralejas. En lugar de eso, se nos propone asistir a las aventuras sorprendentes, trágicas, cómicas, patéticas, sentimentales, policiacas, épicas, místicas, sensuales y acrobáticas del joven Walt» (Frédéric Vitoux, Le Nouvel Observateur).

«Una emocionante parábola sobre el aprendizaje del amor» (Catherine Storey, The Independent).

«Una de las más fascinantes obras de Auster, escrita con una prosa de gran solidez, hermosamente lírica en algunos momentos… La novela es una apasionante quimera que nunca deja de lado el mundo real. Un libro mágico que nos proporciona una visión panorámica de este siglo extraño, violento y paradójico que pronto dejaremos atrás» (Joanna Scott, Los Angeles Times).

«Una novela brillante, escrita con una prosa rebosante de imaginación… Posee la fuerza de un cuento de hadas» (Anne Raver, The New York Times Book Review).

 

 

Traducción de Maribel De Juan

 

 

EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

 

 

 

Título de la edición original:

Mr. Vertigo

Viking

Nueva York, 1994

 

Primer edición: mayo 1995

Segunda edición: junio 1995

 

©  Paul Auster, 1994

©  EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1995

Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

 

ISBN: 84-339-0679-8

Depósito Legal: B. 24527-1995

 

Printed in Spain

 

Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

 

 

 

I

 

 

 

Yo tenía doce años la primera vez que anduve sobre el agua. El hombre vestido de negro me enseñó a hacerlo, y no voy a presumir de haber aprendido el truco de la noche a la ma­ñana. El maestro Yehudi me encontró cuando yo tenía nueve años y era un huérfano que mendigaba monedas de cinco cen­tavos por las calles de Saint Louis, y trabajó conmigo constante­mente durante tres años antes de permitirme mostrar mi número en público. Eso fue en 1927, el año de Babe Ruth y Charles Lindbergh, precisamente el año en que la noche em­pezó a caer sobre el mundo para siempre. Lo representé hasta pocos días antes del crac de octubre del 29, y lo que hacía era más grande que nada de lo que esos dos caballeros hubiesen po­dido soñar. Hacía lo que ningún norteamericano había hecho antes que yo y nadie ha hecho desde entonces.

El maestro Yehudi me eligió porque yo era el más pe­queño, el más sucio y el más abyecto.

–No eres mejor que un animal –dijo–, un pedazo de nada humana.

Ésa fue la primera frase que me dirigió, y aunque han pa­sado sesenta y ocho años desde esa noche, es como si todavía pudiese oír las palabras saliendo de la boca del maestro.

–No eres mejor que un animal. Si te quedas donde estás, habrás muerto antes de que acabe el invierno. Si vienes con­migo, te enseñaré a volar.

–No hay nadie que pueda volar, señor –dije–. Eso es lo que hacen los pájaros, y estoy seguro de que yo no soy un pájaro.

–Tú no sabes nada –dijo el maestro Yehudi–. No sabes nada porque no eres nada. Si no te he enseñado a volar an­tes de que cumplas los trece años, puedes cortarme la cabeza con un hacha. Te lo pondré por escrito si quieres. Si no cumplo con mi promesa, mi suerte estará en tus manos.

Era un sábado por la noche a principios de noviembre y estábamos de pie delante del Café Paraíso, una taberna fina del centro que tenía una orquesta de jazz compuesta por músicos de color, y vendedoras de cigarrillos con vestidos transparentes. Yo solía merodear por allí los fines de se­mana tendiendo la mano, haciendo recados y buscando ta­xis para los ricachos. Al principio pensé que el maestro Yehudi era sólo un borracho más, un rico buscador de alco­hol que se tambaleaba por la noche vestido con un esmoquin negro y un sombrero de copa de seda. Su acento era extraño, por lo que me figuré que no era de la ciudad, pero eso me tenía absolutamente sin cuidado. Los borrachos di­cen cosas estúpidas, y el asunto aquel de volar no era más estúpido que la mayoría de ellas.

–Si subes demasiado alto por los aires –dije–, puedes romperte el cuello cuando bajas.

–Hablaremos de la técnica más tarde –dijo el maestro–. No es una habilidad fácil de aprender, pero si me escuchas y obedeces mis instrucciones, los dos acabaremos siendo mi­llonarios.

–Usted ya es millonario –dije–. ¿Para qué me necesita?

–Porque, mi desgraciado golfillo, apenas tengo dos mo­nedas para que tintineen la una contra la otra. Puede que te parezca un capitalista sinvergüenza, pero eso es sólo por­que tienes serrín en lugar de cerebro. Escúchame atenta­mente. Te estoy ofreciendo la oportunidad de tu vida, y sólo tendrás esa oportunidad una vez. Tengo billete para el Blue Bird Special que sale a las seis treinta de la mañana y si no subes tu esqueleto a ese tren, ésta será la última vez que me veas.

–Todavía no ha contestado usted a mi pregunta –dije.

–Porque eres la respuesta a mis plegarias, hijo. Por eso te necesito. Porque tienes el don.

–¿Don? Yo no tengo ningún don. Y aunque lo tuviera, ¿cómo iba usted a saberlo, Señor Elegantón? Sólo hace un mi­nuto que ha empezado a hablar conmigo.

–Te equivocas otra vez –dijo el maestro Yehudi–. Llevo una semana observándote. Y si crees que a tus tíos les daría pena que te fueses, entonces es que no sabes con quién has es­tado viviendo durante los últimos cuatro años.

–¿Mis tíos? –dije, comprendiendo de repente que aquel hombre no era ningún borracho de sábado por la noche. Era algo peor que eso: un inspector de escolarización, y, tan se­guro como que estaba allí de pie, me encontraba metido en la mierda hasta las rodillas.

–Tu tío Slim es un caso perdido –continuó el maestro, to­mándose su tiempo ahora que tenía toda mi atención–. Yo no sabía que un ciudadano norteamericano pudiera ser tan tonto. No sólo huele mal, sino que es miserable y más feo que Picio. No me extraña que te hayas convertido en un pilluelo con cara de comadreja. Tu tío y yo tuvimos una larga conversación esta mañana, y está dispuesto a dejarte marchar sin que un solo centavo cambie de manos. Imagínate, muchacho. Ni si­quiera he tenido que pagar por ti. Y esa cerda rolliza a quien llama su esposa se quedó allí sentada y no dijo una palabra en tu defensa. Si eso es lo mejor que has podido encontrar como familia, tienes suerte de librarte de ellos. La decisión es tuya, pero aunque me rechaces, quizá no sería muy buena idea que volvieses. Se llevarían una desilusión al verte, te lo aseguro. Se quedarían mudos de pena, no sé si me entiendes.

Puede que yo fuese un animal, pero incluso el animal más inferior tiene sentimientos, y cuando el maestro me dio esta noticia, me sentí como si me hubiesen dado un puñetazo. El tío Slim y la tía Peg no eran nada sensacional, pero yo vivía en su hogar y me dejó seco el enterarme de que no me que­rían. Después de todo, yo sólo tenía nueve años. Aunque era duro para esa edad, no era ni la mitad de duro de lo que fingía ser, y si el maestro no hubiese estado mirándome en ese momento con aquellos ojos oscuros que tenía, probablemente habría comenzado a berrear allí mismo, en la calle.

Cuando pienso ahora en aquella noche, todavía no estoy seguro de si me estaba diciendo la verdad o no. Puede que hu­biese hablado con mis tíos, pero también es posible que se hu­biese inventado toda la historia. No dudo de que los había visto –sus descripciones eran clavadas–, pero, conociendo a mi tío Slim, me parece casi imposible que me hubiese dejado ir sin sacar algún dinero del asunto. No digo que el maestro Yehudi le estafara, pero dado lo que sucedió después, no hay duda de que el muy bastardo se sintió perjudicado, tanto si la justicia estaba de su lado como si no. No voy a perder el tiempo ahora preguntándome por eso. El resultado fue que me tragué lo que el maestro me dijo, y a la larga eso es lo único que vale la pena contar. Me convenció de que no podía volver a casa, y una vez que acepté eso, me importó un co­mino lo que fuera de mí. Así es como él debía querer que me sintiera, completamente desconcertado y perdido. Si no ves ninguna razón para continuar viviendo, es difícil que te im­porte mucho lo que pueda ocurrirte. Te dices que desearías estar muerto y después de eso descubres que estás listo para cualquier cosa, incluso para un disparate como desaparecer en la noche con un extraño.

–De acuerdo, señor –dije, bajando la voz un par de octa­vas y dirigiéndole mi mejor mirada asesina–, ha hecho usted un trato. Pero si no cumple conmigo como ha dicho, puede usted despedirse de su cabeza. Puede que yo sea pequeño, pero nunca permito que un hombre olvide una promesa.

Aún era de noche cuando subimos al tren. Rodamos hacia el oeste adentrándonos en el amanecer y atravesamos el es­tado de Missouri mientras la débil luz de noviembre luchaba por abrirse paso entre las nubes. Yo no había salido de Saint Louis desde el día en que enterraron a mi madre, y fue un mundo sombrío el que descubrí aquella mañana: gris y yermo, con interminables campos de maíz marchito flanqueándonos a ambos lados. Llegamos a Kansas City un poco después de mediodía, pero en todas las horas que pasamos juntos creo que el maestro Yehudi no me dirigió mas de tres o cuatro palabras. Se pasó la mayor parte del tiempo dormido dando cabezadas con el sombrero tapándole la cara, pero yo estaba demasiado asustado para hacer cualquier cosa que no fuera mirar por la ventanilla, contemplando la tierra que se desli­zaba junto a mí mientras reflexionaba sobre el lío en el que me había metido. Mis amigos de Saint Louis me habían ad­vertido contra los tipos como el maestro Yehudi: hombres solitarios carentes de ocupación y con malvados designios, pervertidos que acechaban en busca de niños que obedecie­ran sus órdenes. Ya era bastante malo imaginar que él me quitaba la ropa y me tocaba donde yo no deseaba que me to­casen, pero eso no era nada comparado con algunos de los otros temores que entrechocaban dentro de mi cráneo. Había oído la historia de un niño que se había marchado con un desconocido y nunca se volvió a saber de él. Más adelante, el hombre confesó que lo había cortado en pedazos pequeños y lo había cocinado para cenar. A otro niño lo habían encade­nado a la pared en un oscuro sótano y no le habían dado nada de comer excepto pan y agua durante seis meses. A otro le habían arrancado la piel a tiras. Ahora que tenía tiempo para considerar lo que había hecho, pensaba que tal vez me esperaba la misma suerte. Había caído en las garras de un monstruo, y si resultaba ser la mitad de siniestro de lo que parecía, lo más probable es que yo no volviera a ver amanecer.

Nos bajamos del tren y echamos a andar por el andén, avanzando entre el gentío.

–Tengo hambre –dije, tirando del abrigo del maestro Yehudi–. Si no me da usted de comer ahora, voy a entre­garle al primer poli que vea.

–¿Que pasó con la manzana que te di? –preguntó él.

–La tiré por la ventanilla del tren.

–Oh, así que no nos gustan demasiado las manzanas, ¿no es eso? Y ¿qué pasó con el emparedado de jamón? Por no hablar del muslo de pollo frito y la bolsa de rosquillas.

–Lo tiré todo. No esperará que me coma la manduca que usted me dé, ¿verdad?

–¿Y por qué no, hombrecito? Si no comes, te consumirás y te morirás. Todo el mundo sabe eso.

–Por lo menos, así te mueres despacio. Si muerdes algo que está lleno de veneno, la palmas ahí mismo.

Por primera vez desde que le había conocido, el maestro Yehudi sonrió. Si no me equivoco, creo que incluso llegó a reírse.

–Me estás diciendo que no te fías de mi, ¿no es eso?

–Tiene usted toda la razón. No me fiaría de usted para ir mas allá de donde me llevaría una mula muerta.

–Anímate, chisgarabís –dijo el maestro, dándome unas palmaditas afectuosas en el hombro–. Tú eres mi vale de co­mida, ¿recuerdas? No te haría daño por nada del mundo.

Eso no eran más que palabras, en mi opinión, y yo no era tan tonto como para tragarme esa clase de palabrería azuca­rada. Pero entonces el maestro Yehudi metió la mano en su bolsillo, sacó un billete de dólar nuevo y tieso y me lo puso en la palma de la mano.

–¿Ves ese restaurante que hay allí? –dijo, señalando un fonducho en medio de la estación–. Entra y zámpate el al­muerzo más grande que puedas meterte en esa tripa. Te espe­raré aquí.

–¿Y usted? ¿Tiene algo contra el comer?

–No te preocupes por mí –respondió el maestro Yehudi–. Mi estómago sabe cuidarse. –Luego, justo cuando yo iba a dar media vuelta, añadió–: Un consejo, mequetrefe. En caso de que estés planeando escaparte, éste el momento de hacerlo. Y no te preocupes por el dólar. Puedes quedártelo por las mo­lestias.

Entré en el restaurante yo solo, sintiéndome algo más apa­ciguado por sus últimas palabras. Si tuviera algún propósito si­niestro, ¿por qué iba a ofrecerme una oportunidad de escapar? Me senté ante el mostrador y pedí un plato especial y una bote­lla de zarzaparrilla. Antes de que hubiese podido parpadear, el camarero me puso delante una montaña de cecina y repollo. Era la comida más grande con la que yo me había encon­trado nunca, una comida tan grande como el parque del De­portista en Saint Louis, y devoré hasta el último bocado, junto con dos rebanadas de pan y una segunda botella de zar­zaparrilla. No hay nada que pueda compararse a la sensación de bienestar que me inundó ante aquel asqueroso mostrador. Una vez que tuve la panza llena, me sentí invencible, como si nada pudiera hacerme daño de nuevo. El remate fue cuando saqué el billete de dólar de mi bolsillo para pagar la cuenta. Todo aquello costaba solamente cuarenta y cinco centavos, e incluso después de dejar cinco centavos de pro­pina para el camarero, me quedaron dos monedas de veinti­cinco del cambio. Hoy no parece mucho, pero en aquel en­tonces cincuenta centavos representaban una fortuna para mí. Ésta es mi oportunidad de huir, me dije, echándole una ojeada a aquel antro mientras me bajaba del taburete. Puedo escaparme por la puerta lateral y el hombre de negro nunca sabrá qué me ha ocurrido. Pero no lo hice, y de aquella elec­ción depende toda la historia de mi vida. Volví a donde me esperaba el maestro porque me había prometido convertirme en millonario. Basándome en esos cincuenta centavos, pensé que quizá valía la pena ver si había algo de verdad en aque­lla fanfarronada.

Cogimos otro tren después de eso, y luego un tercero ya cerca del final del viaje que nos llevó hasta la ciudad de Cibola a las siete de esa noche. El maestro Yehudi, que había estado tan callado toda la mañana, casi no paró de hablar durante el resto del día. Yo ya estaba aprendiendo a no ha­cer suposiciones respecto a lo que iba a hacer o no hacer. Justo cuando creías que le habías calado, él hacía exacta­mente lo contrario de lo que tú esperabas.

–Puedes llamarme maestro Yehudi –dijo, comunicán­dome su nombre por primera vez–. Si quieres, puedes lla­marme maestro para abreviar. Pero nunca, en ninguna circunstancia, puedes llamarme Yehudi. ¿Está claro?

–¿Es ése el nombre que Dios le dio –dije–, o eligió usted mismo ese apodo?

–No hay necesidad de que sepas mi verdadero nombre. Maestro Yehudi será suficiente.

–Bueno, yo soy Walter. Walter Claireborne Rawley. Pero puede usted llamarme Walt.

–Te llamaré como me dé la gana. Si quiero llamarte Gu­sano, te llamaré Gusano. Si quiero llamarte Cerdo, te llamaré Cerdo. ¿Entendido?

–Diantre, señor, no entiendo nada de lo que me dice.

–Tampoco toleraré mentiras ni duplicidades. Ni excusas, ni quejas, ni réplicas. Una vez que comprendas, vas a ser el chico más feliz de la tierra.

–Seguro. Y si un hombre sin piernas tuviera piernas, po­dría mear de pie.

–Conozco tu historia, hijo, así que no tienes que inven­tarte ningún cuento fantástico para mí. Sé que tu padre murió gaseado en Bélgica en el 17. Y también sé lo de tu madre, que hacía la calle en el est...

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